Con la pandemia hemos necesitado quedarnos en casa. La casa se ha hecho más presente. La casa nos permite un límite. Es un refugio, el lugar donde podemos sentirnos cobijados, desarrollar nuestra intimidad. Dónde reír y llorar sin ser vistos. Dónde compartir con quien queramos nuestra vida. Poder abrir o cerrar la puerta a monstruos y enemigos, ídolos y amigos, a los afectos.
Cuando somos padres, madres, con la llegada de los hijos/as tenemos una revolución. La estructura se moverá y nos readaptaremos a la nueva situación. Para los niños y niñas es tan importante construir una casa, hacer cabañas en las que sentirse “salvados”. Y es que la casa salva (en relación a la línea de buentrato-maltrato que dentro se cocine). La casa protege de los miedos y las angustias más primitivas. Nos permite sentirnos a buen recaudo. La cara a los pequeños, se les ilumina de alegría cuando jugando al “pilla pilla” encuentran un lugar seguro donde exclaman con toda su fuerza: “CASA!”, “SALVAT”. La Casa salva de la inmensidad. «La poderosa inmensidad con talante de abismo, cede – al menos provisionalmente- frente a la protección que la casa ofrece al mortal». Josep Maria Esquirol. “La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad”. Ed. Acantilado, 2015.
Los hijos van creciendo y se hacen adolescentes: llega una segunda revolución a la casa. El adolescente necesita subir solo, sola, una montaña, sin la antigua guía que le daban hasta ahora las figuras de referencia. Buscará nuevos referentes en su grupo de iguales/as, en modelos externos.
Como madres, padres y figuras de referencia podremos sentir inquietud, miedo a que vaya solo/a, que se caiga, se pierda en la montaña… y activaremos un nuevo sistema de relación ante los cambios de los hijos/as (en función de nuestra historia y forma de gestionar la vida). Tener información de algunos aspectos claves puede ayudarnos a situarnos de la mejor manera, dentro de nuestras limitaciones, frente a la revolución interna y externa que supone la llegada de un hijo/a a la adolescencia.
Cada familia crea un modelo de educación, una estructura. La flexibilidad y límites puestos de forma amorosa son ingredientes imprescindibles de una buena estructura familiar.
Con el nacimiento de un hijo y con la llegada de la adolescencia la estructura familiar tambalea y es un buen momento para revisar nuestro mundo interno y cómo nos relacionamos con el mundo exterior. Porque nuestra forma de tratar a la pareja y a los hijos, e hijas, vendrá dibujado por nuestra historia personal. Nos encontraremos con tendencias, creencias y actitudes que nos cuestiona la realidad de la nueva familia que estamos creando.
Hoy hablaré del modelo sobreprotector, de los motivos que nos llevan a proteger en exceso y de lo que implica para los hijos/as:
- Cuando funcionamos sobreprotegiendo a los hijos o hijas, se da una imagen desvelada de los distintos miembros de la familia de forma continuada y mutua. Es decir, que hijos, hijas, padre, madre se confunden en una misma imagen. No existe una buena diferenciación e individualización personal. Como padre, o madre, sobreprotejo dado que así pretendo evitar el posible sufrimiento, equivocación, dolor del hijo/a. Seguramente vemos perdido, perdida a nuestra hija adolescente, o bien confusa, triste y es necesario que atraviese ese momento, y que lo haga por sí misma, no que le coloquemos la solución. Me adelanto al solucionarle los problemas, le intento poner el camino fácil, en una especie de “asistencia rápida”: intervenir de inmediato en la mínima dificultad que le aparezca al hijo/a. Lo que el hijo/a entiende es que él/la no es capaz y esto no va a favor de su autogestión y autoconfianza. Si el hijo intenta huir de este control, explicando cada vez menos cosas, con secretos, quizás activamos, inconscientemente, mensajes de disgusto, malas caras, silencios. Esto puede producir sentimientos de culpa en el hijo/a, que después podrá traducirse en rabia.
- Según Margarita de la Torre, psicóloga especialista en infancia y adolescencia, cuando activo la sobreprotección se debe a que tengo la creencia de que el mundo exterior es un lugar inseguro y la vida está plegada de posibles situaciones negativas e incluso catastróficas. Dentro de esta familia amalgamada que pretendo crear, porque me hace sentir una seguridad que no soy consciente de que es «falsa seguridad», puedo entender que las vivencias fuera del núcleo familiar son de riesgo e incluso una traición o amenaza al bienestar familiar. Si estoy funcionando de forma sobreprotectora, el mensaje que transmito es que el cuidado de los miembros de la familia es responsabilidad mía y así el hijo o hija no puede aprender a cuidarse por él/ella mismo/a y será ignorante de su realidad y negligente de su autocuidado. Se siente enganchado a la amalgama sin margen de movimiento, experimentación y crecimiento.
- La sobreprotección puede convertirse en una forma de abandono hacia los hijos e hijas, en el sentido de que: te intento proteger para que no te pase nada malo, no tengas conflictos y entonces no te permito que aprendas a gestionar los conflictos, me coloco como “colega”, no te digo nada para que no te enfades, para no pelearme. Si no te pongo límites: ¡qué recursos te doy para gestionar la pelea?! Los adolescentes necesitan límites y pelearse con los padres y madres para aprender a diferenciarse y ser ellos mismos/as. Encontramos historias de chicos y chicas que se pelean en las aulas porque en casa no lo hacen y viceversa, los que pueden pelearse en casa suelen tener mejor comportamiento y rendimiento en las aulas. Como adultos podemos revisar nuestra relación con los límites y los conflictos, no nos culpabilizamos si estamos sobreprotegiendo, tratamos de entender los motivos y tratamos de hacerlo diferente.
- Otro aspecto que revisarnos es si estamos funcionando desde la rigidez o bien podemos ser flexibles. Siempre y más en el momento que tenemos hijos/as adolescentes necesitaremos poner en juego la flexibilidad, sino estamos destinados al choque. ¿Qué implica establecer un código rígido? Queremos tener el control de la situación (imposible lo miremos como lo miremos) creyendo que esto nos da seguridad. Con este intento de control estamos limitando la libertad y autonomía del otro y estamos dificultando la posibilidad de adaptación al cambio (siempre haremos lo mismo y no damos la oportunidad de aprender otras formas de realizar). La rigidez es dañina para nosotros mismos/as y para el entorno, nos coloca en un lugar poco nutritivo. Será importante que podamos poner en marcha una relación donde la flexibilidad permite dejar suficiente espacio para que el adolescente pueda hacer y deshacer por sí mismo, se sienta seguro y confíe en sí mismo.
- ¿Sin embargo, podemos preguntarnos cómo gestionamos los conflictos? A veces vivimos los conflictos como una amenaza al bienestar familiar y tratamos de evitarlos. Minimizamos o negamos los conflictos: «no hay que preocuparse, seguro que se solucionará, siempre lo has hecho». Esta estrategia lanza el siguiente mensaje: “tú eres capaz, como siempre”. Y contradictoriamente el adolescente experimenta el miedo a fallar, a fracasar. Porque no estamos enseñando a gestionar y solucionar los conflictos, inevitables en la vida… por mucho daño que nos hagan.
Cuando hijos e hijas llegan a la adolescencia, necesitan hacer el camino solos, más que nunca. La adolescencia es una reválida de la primera infancia (3-5 años). Padres y madres, figuras cuidadoras, tenemos una buena oportunidad para ofrecer un modelo de confianza y lo suficientemente flexible para que sea el hijo/a el que haga su camino, y con sus experiencias aprenda, decida por sí mismo/a. No podemos ir por delante de él, ni al lado en ese momento, necesitaremos estar un poco por detrás, esto le permitirá entender que debe ser él, ella quien encuentre la manera, el camino, las respuestas, la vida que quiere vivir y cómo vivirla.
Una de las claves en esta etapa, como padres y madres, es que podamos contener nuestro miedo, inquietud, angustia a que el hijo o la hija sufra, se equivoque, tome un mal camino. Necesitamos contener nuestras inquietudes e incluso miedos hacia su crecimiento, dejar que suba solo/a la montaña, que vuele. Pues si nos dejamos llevar por el miedo le transmitiremos que «solo, sola, no puede».
Los hijos/as nos removerán temas inconclusos, que no tenemos bien cerrados, temas delicados, nos harán ver aspectos de nosotros mismos/as que desconocemos, nos harán plantear los propios límites, fortalezas y debilidades. Buscaremos la forma de ordenar el desorden que acontece en casa y quizás también dentro de nosotros con la llegada de una persona adolescente, que está en transición.
Almudena Muñoz
Psicóloga