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LAS MANOS DE MADELEINE

Ésta es una de esas historias que me han sacudido por dentro y por fuera y, por este motivo, decidí hablar de ello en un grupo de psicoterapia con personas afectadas de dolor crónico hace unos meses. Es el caso de una mujer estadounidense de 60 años con ceguera congénita, parálisis cerebral y unas manos completamente inútiles que leí en el libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985) escrito por el neurólogo londinense Oliver Sacks.

La mujer de la que estoy hablando se llama Madeleine J. Pese a estas limitaciones físicas y neurológicas, es una persona totalmente activa, inteligente y con una cultura excepcional. De todas formas, describe sus manos “como unos grumos de pasta, no sirven para nada… ni siquiera las siento como parte de mí”. No era capaz de reconocer ni identificar nada ni tampoco las exploraba. Sus manos eran espasmódicas y atetóticas, pero su capacidad sensorial estaba intacta. La opinión de Sacks fue que parecían tener el potencial para ser perfectamente normales, y en cambio no lo eran. Se preguntó si pudo ser consecuencia de no haber sido utilizadas. Como es una persona ciega y ha sido protegida, ¿puede ser que no ha tenido la necesidad de utilizarlas? Si esta posibilidad fuera cierta, ¿podría aprender a los sesenta años lo que no había aprendido durante las primeras semanas de vida?

A partir de estas preguntas, el neurólogo empezó a plantearse cuál podría ser el primer paso para conseguir un primer movimiento o impulso. Les sugirió a las enfermeras de la planta que, cuando le dejaran la comida en la bandeja, lo hicieran algo lejos de su alcance. Y… ¿qué ocurrió? Un buen día pasó lo que nunca había pasado: impulsada por el hambre, Madeleine alargó el brazo, palpó, encontró una rosca de pan y se la llevó a la boca. Fue la primera vez que utilizó sus manos, su primer acto manual después de sesenta años. Después de ese primer acto, progresó rápidamente alargando la mano para explorar el resto del mundo. Este tipo de reconocimiento le acompañaba de un placer intenso y una sensación de descubrimiento y belleza hasta el punto de sentir el deseo de reproducirlo. Pidió barro para esculpir y modelar objetos y figuras. Sus manos se llenaron de vida. Dejaron de ser manos de una mujer ciega para convertirse en una artista ciega con un gran espíritu reflexivo y creativo.

¡La historia de Madeleine está protagonizada por la superación y resiliencia! ¿Habrías pensado que esta historia tendría ese final? Las manos de Madeleine son símbolo de la posibilidad de evolución, cambio y superación de los seres humanos. De todos modos, existe un requisito previo: la necesidad. El cambio exige la existencia de la necesidad. Hasta que Madeleine no tuvo la necesidad de utilizar sus manos, creyó que eran unos grumos de pasta que no servían de nada… afortunadamente, dejó de tener esa creencia.